"Aunque os temo en demasía, con vos he de quedarme para ya nunca salir de este palacio de lóbrega noche. Aquí, aquí me quedaré con los gusanos, tus más fieles criados. Ah, aquí me entregaré a la eternidad y me sacudiré de esta carne fatigada el yugo de estrellas adversas"
William Shakespeare, Romeo y Julieta - Acto V
Desde su casa se veían los tilos
por sobre los cactus en el alfeizar.
Un gran cuadro presidía el salón
en el que sobre un colchón pequeño
supimos entrelazarnos con una obscenidad ingenua y clara:
entonces todo era sencillo,
entonces todo era hermoso.
Miradas de agua cruzaban entre nosotros
mientras nuestro aliento se entrecortaba.
Miradas expresivas como caricias
que iban mucho más allá del tacto
-dedos que nos servían para palparnos
con el ansia de un par de ciegos que se descubren-
Su cintura estrecha rodeada por mi brazo
en un paseo por el muelle
o mientras comprábamos pescado para la cena.
El abrazo estrecho y furtivo
en el piso de arriba de una librería
mientras fingíamos buscar un libro
-el contacto de su espalda en mi pecho
y el aroma de su pelo pegado a mi cara-
La alegría de encontrar por fin el libro de Carver
que me había propuesto regalarle.
El peso de la despedida.
Todo esto permanece en mi memoria.
Me ampara en esta lejanía.
Sé que a ella le sucede lo mismo:
nuestras lágrimas de gozo y tristeza
nunca fueron impostadas.
Yo aspiraba a transferirte ese conocimiento
ancestral y mágico
que sólo se diluye y se difunde
en las cálidas aguas de un beso.