domingo, septiembre 27, 2015

Al alba

En memoria del 40 aniversario de su asesinato por el régimen franquista


EL RELOJ

(Escrito por Xosé Humberto Baena Alonso en la cárcel de Carabanchel, Septiembre de 1975)

Tengo un reloj. Es una de las pocas cosas que tengo. No me tengo a mí mismo, no soy mi dueño. Y dicen que las cosas de los siervos no son suyas, sino de los amos. ¡Todo es de los amos! Los amos son como cuentan que es Dios: señores de todas las cosas. Y los siervos somos cosas... animadas.

Pero no voy a hablaros de un tema del que nos habla la vida todos los días. Voy a hablaros de «mi» reloj. Si me dejan, claro.

Mi reloj de pulsera es redondo y grande, de un modelo quizás un poco antiguo. Es de fabricación extranjera, como casi todo. Unos números sobre fondo azul rodean la esfera por el exterior y hacen de segundero. Los números interiores –de las horas– son clásicos, grandes y severos. Dos agujas cuadradas y una tercera larga y afilada. En el centro, sobre un fondo de luto descolorido, se pueden leer, poniendo un poco de buena voluntad, algunas palabras en inglés, como en todos los relojes. Y, por último, tiene un pequeño calendario en la parte derecha con dos doses. Veintidós. Un veintidós que deja asomar a un veintitrés tímido, lento, que pugna por salir si el tiempo no lo impide. O la mecánica. O la mano brusca del hombre.

Pero os preguntaréis por qué os hablo de mi reloj. ¡Si es como todos! No es de oro, como los de los ricos, y ni siquiera tiene muchos rubíes. Pero para mí tiene mucho valor.

Hay más motivos para que vosotros, los que no lo queréis, lo consideréis no sólo un aparato normal y vulgar, sino también para que le insultéis llamándole viejo e inútil. Mi reloj tiene la correa rota, inservible para la función que tenía que desempeñar. ¡Un viejo reloj de pulsera que ya no puede sujetarse a mi muñeca! En realidad, fue sustituido en mis muñecas por otro tipo de ataduras que no acarician como la correa, sino que se hunden en la carne, inexorables, queriendo alcanzar los huesos. ¡Las esposas!

Y, para colmo, mi reloj está parado. Sí, sí, está parado. Me llamaréis loco. ¿Para qué quiere este tío conservar un reloj en estas condiciones?, os preguntaréis.

Parado, las dos agujas grandes, cuadradas, están fijadas insensibles al paso del tiempo. Forman un ángulo obtuso, pero abierto. Parecen señalar algo. ¿O quizás acusar? De lo que sí estoy seguro es de que dicen muchas cosas.

Para mi reloj son siempre las diez y cuarto pasadas. Una de las agujas casi cubre el calendario. Ese calendario en el que permanece el número 22 quieto, invariable.

Mi reloj se obstina en marcar las diez y cuarto de la noche del día 22. Quiere callarse el mes, es su secreto. Pero él y yo sabemos que se refiere al mes de julio. Es terco como las piedras, como las cosas muertas. Pero al mismo tiempo es suave, es leve, se deja llevar y me acompaña como el mejor amigo. No en vano es regalo de mi compañera, que hoy ya no me puede regalar nada desde la cárcel de Yeserías, aparte de su amor.

Algo o alguien ha impedido que mi reloj siguiese con su monótona melodía –tic, tac, tic, tac–. Y sus agujas, que giraban como las aspas de un molino de viento, han sido «detenidas» en seco, enredadas en una telaraña acerada invisible. Ese algo o alguien no ha sido el tiempo, porque el tiempo sigue, corre, avanza implacable para el que espera. ¡Me dijeron que hoy es ya primero de septiembre! Tampoco ha tenido un fallo mecánico. El mecanismo de mi reloj no me hubiera privado voluntariamente de su musiquilla alegre y sempiterna, en estas circunstancias. ¡Ha sido la mano brusca del hombre la que me ha dejado sin un buen amigo!

En el añochecer del 22 de julio, mi reloj, que me acompañaba como siempre, fue arrojado conmigo sobre el duro asfalto de la calle Barceló y, también como yo, fue golpeado y pisoteado. Y mi reloj se paró.

¿Se habrá parado por el golpe? ¿Se habrá parado como protesta? Quizás algún día, cuando yo desaparezca y él salga a la calle y sea un poco más libre, comience a andar con su lentitud acostumbrada, ciñendo la muñeca de un nuevo compañero. Pero mientras, mi reloj está muerto. ¡Lo han matado!

Dicen que el corazón humano también es un reloj. Un gran reloj rojo.

Mi corazón –y el tuyo– media o se oprime según nuestro estado de ánimo. Mi corazón también suena como un viejo reloj. Hace tic-tac. A veces, me parecen golpecitos suaves; otras, fuertes e impotentes llamadas de auxilio, gritos inútiles de un náufrago desgarrando el silencio del océano. Con frecuencia, en la soledad de la celda, me detengo a escuchar su sonido. Cuando sucede esto, suelo reaccionar con energía y enfado pensando que su monótono ruido altera la paz de las cosas que me rodean. Entonces, con los dientes apretados, mentalmente, le pido a mi corazón que se calle, que me deje dormir de una vez como duerme el suelo que yo piso, como duerme el hierro que sirve de reja a mi ventana. Pero él no se calla, no me deja, como el perro fiel al que le pegas y, pese a todo, camina tras tus pasos protegiéndote.

Hoy es ocho de septiembre. Mi corazón, aunque quisiera acompañarme siempre, dejará de hacerlo cualquier día de este mes de septiembre, de este septiembre frío, ya casi otoñal. Sus rítmicos y acompasados latidos no turbarán el silencio tras su última explosión de dolor y dicha. Cuando llegue ese momento, mi corazón estará ensanchado, crecido por la satisfacción de haber contribuido a que todos los demás corazones canten su música sin molestarse los unos a los otros, con libertad.

Mi corazón, como mi reloj, se habrá parado de una manera violenta. Alguien lo ha parado. Ha sido la mano de un hombre negro, gemelo de Hitler y Mussolini; ha sido la misma mano que frenó en seco contra el asfalto las manecillas de mi viejo reloj de pulsera. Un hombre negro, un monstruo satánico y anacrónico que lo destroza todo, que rompe una tras otra las cuerdas de los relojes del pueblo. Un hombre inhumano al que llamarán fascismo.

Mi palabra,
el eco de mi voz que, tras la muerte,
arengará a los míos
¿se callará algún día?
Mi palabra,
justicia combativa, grita fuerte
al pueblo que el 36 vencido
¡tendrá para siempre vida!

Cárcel de Carabanchel, 7-IX-1975. Xosé Humberto Baena Alonso.


Nota.- Cuando de niño escuchaba está canción me resultaba desconcertante: no acababa de encontrar un significado. Luego, al saber que estaba motivada por los fusilamientos del 27 de septiembre del 75, se me hizo patente la intención del autor de burlar la censura para que pudiera ser oída. Entonces, se mezclaron las imágenes que evocaba en la niñez con las de los fusilamientos, provocando una sensación extraña y desabrida.