En mí late una bestia. Algunos amigos me han visto furioso y se han quedado blancos de pavor: pierdo el control, me hago inmune al dolor y me asiste una fuerza sobrehumana. Enfrento a quien sea, se me hinchan las venas y los músculos y se me importa un pito perder la vida en el lance. Hasta ahora he tenido suerte y he sido más fuerte que quien me ha provocado, así que sigo entero, aunque de milagro.
En mí late una pasión que se mezcla con ternura para quien sabe despertarme, y en esas ocasiones fabrico poesía en estado puro (al menos eso me han dicho), bebo la vida a borbotones y que se muera el tiempo y todo el mundo. Tampoco me importaría morir después de alcanzar ese raro estadio, lo jodido es seguir viviendo a la espera de volver a alcanzarlo: es una droga dura de la que no quiero librarme.
Después me vuelvo melancólico, nostálgico y patético a menudo y pierdo la entereza intentando ayudar a la persona a la que amo, llegando a traicionarme a mí mismo.
Ella es una droga dura, la más dura que he probado, me lanzó al cielo al primer chute y aún sigo girando. Además me convenció de que era invencible, que podía soportarlo todo por nosotros y que su paciencia era sobrehumana, pero no era cierto. Es una mujer frágil, pero no me importa, yo también lo soy para con ella, la necesito como al aire, quizás aún no lo ha comprendido.
Y llegó la separación, y sus silencios y su dolor transmutado en vehemencia que deja fluir libremente ignorante del dolor que me causa. Cuando está mal, sólo su dolor es el realmente existente, no percibe el mío. Ahoga mis llamadas simplemente colgando. Yo nunca haría eso y nunca lo he hecho.
Hoy me he dejado llevar por la vehemencia, he podido frenar pero no he querido, he dejado fluir –casi- lo que pensaba y he actuado en consecuencia, quizás así ella sepa lo que se siente cuando el otro se encabrona.
No sé que pasará, pero hay lecciones que debo aprender, yo he aprendido a encajar sus desplantes, no sé si ella encajará los míos.