Ecos sin sonido (I)
Recuerdo el tiempo en el que llevabas falda y cubrías tus piernas con
leotardos de la humedad de la Camarga: un tiempo de acordeones y
caballos blancos ensuciados por el barro.
Mirabas desde el balcón del hotel cómo paseaba por la orilla del Rhône cuando me echabas porque querías pintar y aún no sabías cómo. Y, cuando tras varias horas, volvía, me preguntabas por qué. Y yo no acertaba sino a posar mi mano en tu pecho y preguntarte, a mi vez, si importaba acaso.
Esas preguntas -creo ahora- no eran sino la expresión del estupor que nos causaba que nuestra sola presencia fuera la mejor respuesta, y no porque fuera la única posible, o la peor de entre todas de las imposibles, sino porque era, a secas, suficiente.
Aún guardo tu jersey gris manchado de óleo amarillo. Perdí el paraguas hace ya mucho y, desde entonces, no corro cuando llueve ni, tampoco, esquivo los charcos.
Mirabas desde el balcón del hotel cómo paseaba por la orilla del Rhône cuando me echabas porque querías pintar y aún no sabías cómo. Y, cuando tras varias horas, volvía, me preguntabas por qué. Y yo no acertaba sino a posar mi mano en tu pecho y preguntarte, a mi vez, si importaba acaso.
Esas preguntas -creo ahora- no eran sino la expresión del estupor que nos causaba que nuestra sola presencia fuera la mejor respuesta, y no porque fuera la única posible, o la peor de entre todas de las imposibles, sino porque era, a secas, suficiente.
Aún guardo tu jersey gris manchado de óleo amarillo. Perdí el paraguas hace ya mucho y, desde entonces, no corro cuando llueve ni, tampoco, esquivo los charcos.
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