domingo, agosto 03, 2014

Ecos sin sonido (I)

Recuerdo el tiempo en el que llevabas falda y cubrías tus piernas con leotardos de la humedad de la Camarga: un tiempo de acordeones y caballos blancos ensuciados por el barro.

Mirabas desde el balcón del hotel cómo paseaba por la orilla del Rhône cuando me echabas porque querías pintar y aún no sabías cómo. Y, cuando tras varias horas, volvía, me preguntabas por qué. Y yo no acertaba sino a posar mi mano en tu pecho y preguntarte, a mi vez, si importaba acaso.

Esas preguntas -creo ahora- no eran sino la expresión del estupor que nos causaba que nuestra sola presencia fuera la mejor respuesta, y no porque fuera la única posible, o la peor de entre todas de las imposibles, sino porque era, a secas, suficiente.

Aún guardo tu jersey gris manchado de óleo amarillo. Perdí el paraguas hace ya mucho y, desde entonces, no corro cuando llueve ni, tampoco, esquivo los charcos.